Publicado en Cristianisme i Justicia, 7 abril 2020 ·
Tras estar unos días en casa de mi padre acompañándole en esta crisis, ya de vuelta en mi barrio me impresiona la soledad de las calles transitadas únicamente por las patrullas de policía. La policialización de Lavapiés no es ninguna novedad, es cierto, pero sí lo es el control policial en calles y plazas desérticas. Hace días leí un artículo de Byung-Chul Han en el que planteaba cómo la crisis del coronavirus estaba sirviendo también de experimentación de nuevas formas de control social legitimadas por el miedo, y que posiblemente de esta crisis saliéramos como sociedades más represivas.
Estoy atravesada de presente, me cuesta imaginar el futuro, pero desde luego junto al dolor y la impotencia de la que estamos siendo contemporáneos y contemporáneas estamos siendo también testigos privilegiados de inmensas generosidades y dinamismos creativos que se están generando en cientos de grupos de cuidados empeñado en poner en el centro el sostén mutuo, la vida y la alegría.
Me pregunto también si podremos mantenerlos en el tiempo o si cuando pase lo más duro volveremos a “lo de siempre”, a la cultura del sálvese quien pueda y el individualismo. Quiero creer que no. Hemos tocado el límite de tal manera y aprendido de golpe que somos inmensamente inter y ecodepedientes que creo que la huella de lo que estamos viviendo permanecerá imborrable en muchos de nosotros y nosotras. Hemos aprendido que dolor de las familias que entierran a sus muertos en Guayaquil es de la misma categoría que el nuestro, que el hambre de las familias de Camerún y Senegal no nos puede ser ajeno, que la exclusión sanitaria o el colapso no son accidentales ni en Estados Unidos, ni en Francia, ni en Argentina ni en España, sino que son fruto de las mismas políticas neoliberales, sus privatizaciones y desmantelamiento de lo público. Hemos aprendido que no podemos seguir produciendo ni consumiendo desde la lógica del hipercrecimiento, violentando los ciclos de la naturaleza porque revienta y se convierte en enemiga. Hemos aprendido que necesitamos decirnos te quiero, ¿cómo estás?, cuídate… muchas veces al día; que el humor, la belleza, la poesía, la música, los símbolos, los gestos de cercanía y vecindad entre balcones y ventanas son imprescindibles para atravesar la vida en tiempos hostiles. Hemos aprendido que las personas mayores son un tesoro para nuestras sociedades, que su sabiduría y la dignidad de sus vidas no puede ser mercantilizable.
Hemos aprendido que más que instalarnos en la queja o atrincherarnos en el miedo, la projimidad siempre nos salva y nos hace más fuertes. Hemos aprendido que los trabajos más invisible y peor pagados, como son el trabajo doméstico y de cuidados son esenciales para la vida y por ello es de justicia reconocer la dignidad y el valor de aquellas que dejan de cuidar a sus familias, en sus países de origen, para cuidar las nuestras y no parar hasta que se reconozcan sus derechos laborales y sociales y se regularice la situación de todas las personas sin papeles.
Hemos aprendido que el misterio que los y las creyentes llamamos Dios no es milagrero, ni castigador, ni interviene directamente en la historia, ni para causar el mal ni para evitarlo, sino que es aliento de vida, manantial de resiliencia, que sostiene, inspira, moviliza a la solidaridad y la creatividad. Un Dios, reciclador, dynamis, que nos empuja a rebuscar hasta encontrar entre las cenizas del sufrimiento, la esperanza. Un Misterio de amor que no se identifica con los discursos sino con los gestos y las acciones y que no distingue entre creyentes ni ateos, sino que es experto en periferias y en humanidad más que en moralidades. Un Dios Ruah alentadora, que nos mueve a salir de nuestros propio miedos e intereses y que nos hace experimentar que sólo en la projimidad y en el asombroso poder de los encuentros y los abrazos podemos ser plenamente humanos y humanas y participar del misterio de su divinidad. Un Dios todo-cuidadoso, que nos habita y sostiene en toda circunstancia y que la caña cascada no quebrará ni el pábilo vacilante apagará (Mt 12,20).