Pacto vs Lucha de clases

Ximo Azagra Ros és professor  d´història econòmica en la Universitat de València i autor de nombrosos llibres i publicacions

PACTO VS LUCHA DE CLASES.

En toda época y sociedad ha habido crisis económicas. En las precapitalistas, solían producirse por incapacidad del aparato productivo para sostener el crecimiento demográfico. El exceso poblacional causaba escasez, hambre, conflicto, enfermedad y muerte. Los “cuatro jinetes del Apocalipsis” acababan ajustando el mercado a base de reducir (por emigración o muerte) la población. Con el capitalismo, sin embargo, las crisis estructurales, con la del 29 como referente, se originaban en la demanda, al no absorber ésta todo lo que se ofrecía en el mercado, sobre todo desde la IIª Revolución Industrial o Tecnológica. Crisis de superproducción o de subconsumo relativo, más allá de que las políticas monetarias agravasen o no los problemas, lo cual para algunos es en sí la causa de la recesión. Lo innegable es que su impacto era tal que ningún gobierno podía desentenderse de tal realidad sin intervenir. Así sucedió con el New Deal de Roosevelt o con el gobierno socialista de Suecia. Pero no era solo praxis política. Tenía base teórica con revisión de postulados de la ciencia económica: el temor al déficit o la intervención del Estado entre otros. El británico Keynes y el sueco Wiksell defendían políticas anticíclicas con el gasto público como motor de inversión, compensado, eso sí, por elementos reguladores para frenar gasto e inflación en las fases expansivas.

En puridad no puede afirmarse que el keynesianismo sacase al capitalismo de la recesión postcrisis, pero sin duda resultó indispensable compañía de los factores que sostuvieron el crecimiento desde el final de la IIª Guerra Mundial: la estabilidad monetaria y el clima de cooperación (FMI, GATT, OIT, BIRD, CECA…), el Plan Marshall, los avances tecnológicos y de productividad, el bajo precio del petróleo, el pacto social, etc. Época dorada del capitalismo y del Estado del Bienestar, objetivo asumido por las familias políticas mayoritarias en Europa –socialdemócratas, liberales, democristianos- cuya paternidad comparten. Pero el sistema no puede mantener los equilibrios básicos de forma permanente y desde finales de los 60, el precio de carburantes, alimentos y materias primas crecía haciendo de la inflación un problema. En ese contexto, el alza súbita del precio de los crudos del petróleo resultó el detonante de la crisis del 74. Novedad: la crisis no se originaba en la insuficiencia de demanda y caída de precios, sino en lo contrario, en un alza brutal de los mismos.

La “crisis del petróleo” se presentó como un “shock de oferta” y siendo la inflación el reto a superar, no ha de extrañar que se atribuyese al gasto público gran responsabilidad por su financiación inflacionista y su incrementalismo. Es cierto que pocos gobiernos se acuerdan durante las vacas gordas, del ahorro para conseguir un margen fiscal cuando lleguen las flacas, pero lo es también que recortar el gasto público se traduce en una menor capacidad redistributiva. A lo que vamos. Las políticas desplegadas para enfrentar la crisis volvieron a la senda de la economía clásica: devaluaciones competitivas, rigor presupuestario, control del gasto público, despidos, contención salarial, etc. O sea, mantener el presupuesto equilibrado y esperar que pasara la tormenta. A fin de cuentas cuando bajasen más los salarios, los empresarios volverían a contratar y los inversores a invertir o eso dice la teoría.

Intento subrayar lo que hubo de abandono del keynesianismo y su carácter duradero. Eran tiempos de la ampliación de los mercados que en los 90 alcanzaría un hito (Internet, fin del comunismo, movilidad del capital, cadenas de producción y valor internacionalizadas). La globalización obligaba a mantener niveles de competitividad que casaban mal con el incrementalismo del gasto público. En rudo contraste con la necesidad de cohesión social. Doble y contradictoria tensión: de un lado, más gasto en sanidad, pensiones, farmacia, educación, I+D; más control del gasto para asegurar la sostenibilidad y la competitividad del sistema. La breve pero intensa crisis del 94 y la tan reciente de 2008, son ejemplo de la llamada austeridad. Sus efectos diferenciados por grupos y clases sociales, hace a los gobiernos distinguir entre las víctimas según su capacidad de influencia o de respuesta. No es de extrañar que sea más cruel cuanto más cerca de la exclusión social y la invisibilidad política se halle el grupo afectado.

La actual crisis es anómala. Ha acabado por ser de demanda pero nace de la actual pandemia que redujo la actividad económica drásticamente. La gozosa novedad reside en el plan de recuperación de la Comisión europea aceptada por los 27 como base de la negociación. No hay “austeridad”. Subvenciones y créditos millonarios con foco en los más dañados. El plan se encarna en los programas presupuestarios al modo que nos debiera ocupar en debatir prioridades: primar la modernización (digitalización, cambio climático, reformas educativas y de FP, etc.) el empleo (turismo, industria) o la cohesión social (pensiones, rentas mínimas). Por eso sorprende que los eurodiputados del PP estén más interesados en debatir la condicionalidad de las ayudas. ¿Por qué?. No creo que se trate de impedir el desarrollo de los programas que presente el actual gobierno; sería demasiado perverso. Prefiero pensar que están interesados en la correcta gestión de los fondos, aunque para eso hay mecanismos pertinentes. Así que hoy por hoy, me quedo con la satisfacción de comprobar que las prioridades europeas han dejado atrás la obsesión por los ajustes y recortes, lo cual abre una ventana de oportunidad para repensar el futuro europeo sin pesimismo